No saberse la canción
Bajo la ventanilla y entra algo de viento fresco. En la radio suena una de esas canciones que crees que te sabes entera aunque luego nunca ocurre exactamente como la tienes en la cabeza (apunta esto porque vale también para la vida). Pero los cinco primeros segundos de melodía son suficientes para que te cambie la cara y tu brazo derecho se desplace sigiloso y atolondrado hacia la ruedita del volumen para acabar subiéndolo en un arrebato. De repente la noche se abre y tú brotas, algo arrítmica, como si fueses la estrella de esa tu canción. Esa irracionalidad, esa despreocupación que te cambia el ánimo, te transporta y te sana. La tristeza llega a olvidarse porque te descubres sonriendo. También tu enfado de hace dos horas o el día que has capeado. Y entonces empiezas a surfear con tus penas. Saltas sentado, mueves los dedos. Empieza el espectáculo. Levantas la voz y desafinas. Desafinas con ganas. Cambias la letra, la haces más tuya, te adelantas al estribillo y de repente, en un microsegundo en el que tan solo estabas ahí entonando y respirando el aire que sigue entrando por tu ventanilla y deshace apoteósicamente el pelo… coincide la letra con tu voz. Es un segundo que te sabe a gloria, que te motiva, te sube, te cura. Son tres minutos que te sanan aunque no te sepas bien la canción. Vivir va de eso, de bajar la ventanilla y dejar que entre el aire. De quitarse las penas y de llorarlas. De no saberse exactamente la canción. De hacerla tuya. **Y yo ese día solo estaba volviendo a casa por la carretera del Saler. Recuerdo que andaba tristona y que de repente sonó La Quinta Estación, señorxs. Y yo canté ‘Me muero’ con el alma entera. Y fin.
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